El Tívoli de Camas, fundado en 1951 conserva todo lo bueno de las tabernas antiguas, pero adaptado al presente. Sus montaditos, su cerveza fría y su buena atención reúne ya a tres generaciones de clientes

 

“Hay tres cosas que ver en Camas: la Iglesia, el ayuntamiento antiguo y El Tívoli”. Así expresa Miguel Leal, propietario y trabajador, junto a su hermano Manuel, el orgullo por este rincón que va camino de los 75 años de existencia convertido en un símbolo de la localidad. El ambiente que allí se respira nada más entrar aún mantiene la esencia de esos establecimientos de antaño donde entran ganas de quedarse y charlar con algo de beber y comer, de apoyar el codo en el impresionante mostrador que está a la entrada del local y que narra, en pequeños cuadros de cerámica, la historia de El Quijote.

Una de las fotografías antiguas de El Tívoli que decora el local. Foto: Cosas de Comé

Fue su padre, Manuel Leal el que tras haber trabajado en la Bodega La Montaña, decidió montar su propio negocio. A parte de esa experiencia previa, nada le vinculaba a la hostelería, ya que su padre era constructor. Abrir un café bar, no era entonces como ahora. Había otros dos establecimientos similares cerca, y la llegada de un tercero no sentaba bien. Eran tiempos en los que los clientes solo eran hombres que iban a beber vinos de sus barriles, como el blanco Chucena, el tinto de Valdepeñas o el vermú de Tomelloso. Las mujeres no entraban, si acaso se quedaban en la puerta cuando iban a buscar a sus maridos, y en ocasiones mandaban a sus hijos «al rescate». Eran sitios de reunión y desahogo, de discusiones cotidianas y también de buenos momentos.

El Tívoli se reformó en 1994, incluyendo un homenaje a su historia en una de las paredes junto a la barra. Foto: Cosas de Comé

El origen del nombre viene de otro negocio que un compadre que el padre de Manuel tenía. Él quiso llamarlo Casa Antoné por su padre, que además era conocido en el pueblo de donde es originario, pero pensó que lo mejor era que su hijo tomara su propio camino desde el principio y usara el de El Tívoli.

Uno de los testigos principales del día a día era la barra, que aún sigue dando servicio en El Tívoli. Es la original y está decorada con una particular tirada de azulejos elaborados con la técnica de cuerda seca que narran la historia del Quijote, hechos en la sevillana fábrica Mensaque Rodríguez y Cía, mientras que el zócalo es de la Fábrica de Santa Ana. Y por si fuera poca historia para una barra de bar, cuenta Manuel que está hecha de madera de ukola procedente de Guinea Ecuatorial cuando aún era colonia española.

Cervezas, muy bien servidas por Miguel Leal, al fondo. Foto: Cosas de Comé

Manuel padre se casó con Loli Angulo, y tuvieron dos hijas además de Miguel y Manuel, Josefi y Lola. Los cuatros son propietarios, pero solo los hermanos trabajan en el bar, ya que desde muy jóvenes ayudaban a sus padres. Era un oficio reservado para los hombres, aunque Loli sí que ayudaba a su marido, ya que siempre había faena por hacer. Alrededor de los años 80 fue cuando el relevo pasó a la siguiente generación. Había que adaptarse a los nuevos tiempos. La cerveza se iba popularizando más frente al vino, lo que provocó cambios en el bar, como la instalación de cámara de barriles, una novedad de la que fueron pioneros en El Tívoli. Tuvieron que dedicar más espacio a la cerveza, y también actualizarse a la técnica de los tanques de salmuera, que garantizaban que estuviera muy fría, y que siguen utilizando. Aunque ahora está en desuso, sigue siendo una de las mejores formas de mantener las baja temperatura y uno de los detalles que diferencian al Tívoli.

Con los hijos de Manuel llegaron también los montaditos. La carta actual tiene unas 80 combinaciones diferentes, entre las que destaca el montadito de pringá, que prepara semanalmente una de las hermanas Leal Angulo con una receta familiar heredada de su madre. El Leandrito, con jamón york, queso y tomate, es uno de los más vendidos. Atrás no se queda el de morcilla de hígado acompañado de un vaso de vermú, que armonizan a la perfección. Los sirven en un pan de bollo o pepito, templado y con un punto crujiente, y al precio de 3,30-3,50 euros, que hacen justicia a su calidad y tamaño. No hay comida caliente, pero sí otras tapas como las papas aliñás, la tortilla rellena, la ensaladilla, los chicharrones, y por supuesto, quesos y chacinas, el acompañamiento más clásico para las copas de vino.

Y si hablamos de clásicos, la decoración del Tívoli es uno de los mayores atractivos precisamente por el viaje al pasado que supone. Aunque en 1992 hicieron una reforma para adaptarse a los tiempos y renovar suelo y cuartos de baño (un dato curioso es que cuando abrió no había aseo de señoras).  A través de sus paredes se puede conocer la historia del local, con fotos antiguas donde se aprecia en blanco cómo era antes y lo poco que ha cambiado. Los carteles taurinos y de Semana Santa son un signo más del arraigo local. Los azulejos con el nombre del establecimiento vinieron a sustituir a un diseño similar, pero que estaba hecho con pintura.

Entrada principal de El Tívoli. Foto: Cosas de Comé

Aquí tampoco pasa de moda el oficio de tabernero en un forma más auténtica. El equipo del Tívoli no para, incluso en sus momentos más tranquilos, como cuando termina el turno de los desayunos entre semana. Limpiar la cafetera, sacar las tapas, retirar las tazas, limpiar la encimera… ningún camarero se deja caer sobre una columna a mirar el móvil, siempre hay algo que hacer y alguien a quien recibir, como hace Miguel con un “buenos días, caballero” a uno de los clientes que entran a hacer una parada a mediodía. Se nota que tanto él como su hermano han crecido en este negocio, que es mucho más que servir cervezas y tapas. La duda es si habrá una tercera generación familiar que lleva al Tívoli a cumplir el siglo. Todos los hijos de los hermanos Leal Angulo han estudiado desvinculados al negocio como cuenta Miguel: “No los hemos dejado trabajar aquí». Aunque reconoce que le gustaría que El Tívoli siguiera vivo más allá de ellos.

La cocina de montaditos de El Tívoli no es carne de cañón para ninguna guía de estrellas. Sin embargo, la conciencia de negocio, de la excelencia de cada una de las partes que lo componen y de la espontaneidad de su servicio (y la impecable limpieza del local), sí que son de lo más deseable para cualquiera que guste de esto del comer, el beber y el departir. Dan buena cuenta de ello los clientes más antiguos, que vuelven, con sus hijos y nietos, a parar y compartir como es costumbre, entre las paredes del Tívoli.

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