El establecimiento, regentado desde 1917 por la familia Colchero, conserva el encanto de los restaurantes de toda la vida. Muchos de los platos que ofrecen llevan en carta más de 50 años
Una chimenea preside el comedor principal de La Tarazana. No es de esas de atrezzo, ni son unas luces imitando la llama. Dentro se ven sus buenos troncos y junto a ella hay un rastrillo para que aquello de el calor necesario. La Tarazana te da calorcito nada más entrar. Pero no es solo la chimenea, no sabes exactamente porqué, pero es de esos sitios en los que te sientes cómodo desde el primer momento. Huele a guiso nada más traspasar la puerta. En la fachada unos azulejos decorados con parras y uvas anuncian que el local se fundó en 1917.
El restaurante sigue conservando la misma estructura de la bodega que alojó cuando Anastasio Colchero, el abuelo de los actuales gerentes, la puso en marcha para vender sus vinos. En el actual comedor principal estaba la estancia donde descansaban las botas y en el patio se llevaban a cabo las labores tras la vendimia. El salón sigue conservando el techo a dos aguas y no hay columnas, tan sólo unas grandes vigas que cruzan de lado a lado y que sustentan la estructura. La barra llama la atención. Está hecho de ladrillo visto e «incrustados» en ella unos mosaicos costumbristas realizados por el artista trianero Paco Franco a finales de la década de los 80, cuando se llevó a cabo la última rehabilitación del establecimiento que, hasta poco antes, conservaba su suelo de albero, como herencia de su pasado bodeguero.
En las paredes pinturas también con firma de José Manuel y Pio Lara alusivas al Rocío. Un cartel recuerda que tan sólo quedan 120 dias para la romería. El azulejo está encima de la ventana por la que salen los platos de la cocina, como si fuera un vigia para que todo lo que salga por allí tenga bendición divina.
Las mesas son de madera oscura, de patas consistentes. Son también de la década de los 90…han salido buenas. Están vestidas con un mantel blanco y encima hay una servilleta marrón doblada. La Tarazana es de platos blancos de loza, nada de pamplinismos de colores. Aquí la mejor decoración es una buena fritá de papas al lado de la carne. Cristóbal y Manuel Colchero, 63 y 59 años, se pasean entre las mesas. Saludan a los conocidos y preguntan «como ha ido la cosita» a los nuevos en la plaza.
Llevan en la casa desde que eran pequeños, cuando ayudaban a sus padres, Manuel Colchero y Rosario Gaviño a gestionar el restaurante. Fueron ellos, allá por los años 70 del siglo XX, los que dieron el gran salto y transformaron la bodega de Anastasio en un sitio donde se iba a comer algo. Cristóbal todavía recuerda los higaditos salteados que por entonces hacia su madre. Por la barra de La Tarazana pasaron todos los hijos del matrimonio: Constanza, Anastasio, Cándida y Rosario, aunque finalmente son Cristóbal y Manuel los que continúan en el negocio.
Lo de La Tarazana no saben muy de donde viene. «No estamos seguros aunque puede que sea una transformación del término atarazana, como se llama en Andalucía al lugar donde se guarda vino en toneles». El sitio cuenta también con un patio, especialmente agradable para las noches del verano y un salón de celebraciones para un centenar de personas. «Aunque tenemos capacidad para 140 comensales, entre la terraza y el comedor, preferimos no utilizarlo todo a la vez para mantener el buen servicio» señalan los hermanos Colchero.
Las buenas tapitas que se servían en La Tarazana fueron ganando adeptos y el local se hizo incluso famoso en El Aljarafe por una en concreto, las codornices a la plancha. Era la década de los 70. Luego vinieron los cambios en la legislación y se dejaron de coger codornices por la zona. «Las que venían de fuera no daban el mismo resultado» y lo dejaron. El sitio ha ido evolucionando a restaurante y aunque continúan manteniendo la barra y algunas tapas a La Tarazana se va a comer por derecho (aquí puede verse la carta completa).
A la mesa llega un bollo de pan blanco calentado en el grill. Te preguntan si quieres aceitunas y te dan un pequeño cuadradito con el código QR que permite consultar la carta. El salón está casi al completo y hay muchas familias, de esas de tres generaciones: abuelos, padres y nietos.
La carta es de las que empiezan con jamón, caña de lomo y queso, de las que todavía tienen ensalada mixta o se puede disfrutar del solomillo de cerdo, sin necesidad de apellidarse ibérico y bien abierto para que cuando te lo comes esté jugoso.
Cristóbal y Manuel destacan «que la mayoría de los platos llevan muchos años en carta y se mantienen casi igual como los hacía nuestra madre». En los últimos años tan sólo se han incorporado unas bolitas de espinacas que se acompañan con salsa de gambas, unas taleguillas de queso y marisco o unas hamburguesas servidas con un poco de foie de pato casero.
Hay cosas para toda la familia: revueltos, pescados fritos o a la plancha, ensaladilla, croquetas, gambas al ajillo o cocidas, huevos fritos con patatas o pez espada o pollo a la plancha para los que son «menos arriesgados».
Vale la pena probar la carrillada de la casa, hecha con un guiso bastante original que recuerda al de rabo de toro con sus trozos de zanahoria bien visibles y unas papas de esas «chuponas» de salsa que acompañan a la carne que no necesita cuchillo para cortarse.
El servicio está muy cuidado. Te cambian los platos cada vez que viene algo a la mesa, te preguntan por la bebida si ven que el vaso está vacío o te preguntan si te ha gustado la carne.
También muy solicitado el solomillo sumergido en una salsa de ciruelas y pasas, otro clásico ya dificil de encontrar en los establecimientos. En los postres la misma tendencia. «Nos lo hace Charo, una mujer que lleva más de 30 años colaborando con nosotros y que nos hace unas tartas y un tocino de cielo que gustan mucho». Como guarnición su «pegotito» de nata…otro clásico. La factura para dos personas es de 53 euros y el calorcito, de la chimenea y el de ellos mismos, te lo regalan.
Horarios, localización, teléfono, la carta y más datos de La Tarazana, aquí.