Enrique Becerra firmó vestido de «soldao» y con solo 21 años el contrato de arrendamiento de su restaurante. Su sueño era abrir una farmacia pero terminó convirtiéndose en uno de los taberneros más prestigiosos de Andalucía
Ahora quiere dedicarse a escribir, otra de sus pasiones y afirma «que estoy dispuesto a escuchar ofertas sobre el establecimiento»
No podía ir al cine, con lo que le gustaba eso de la pantalla y las historias. Estaba harto de ser un «pringao» desde los 14 años. De aprovechar cualquier tiempo de «recreo» como estudiante para ponerse detrás de la barra del restaurante de la familia.
Nacido un 22 de mayo de 1957 en el barrio de San Román forma parte de la quinta generación de los Becerra que tiene algo que ver con lo dar de beber y de comer a la gente…pero el quería romper la tradición, con ese punto rebeldemente educado que ha tenido siempre. Lo narra todo con un tono de voz como de cuento escrito en andaluz, como una novela de esas que le gusta escribir, pero lo cierto es que su vida «siempre pendiente de la puerta» como le enseñó su padre, tiene también mucho de novela, de esas de la que le coges cariño al protagonista.
Decidió romper la tradición familiar. En verdad quería ser periodista. De chico, cuando hacía la carta a los Reyes Magos siempre había una guitarra y un lote de libros entre los primeros renglones. Lo de cantar el mismo reconoce que no es lo suyo pero lo de escribir cada día le calaba más.
Lo de periodista se le complicó. Había que irse de Sevilla para hacer la carrera y sus padres no vieron bien lo del niño fuera de casa. Así que Enrique pensó en ser farmaceútico. «Me gustó. Hice dos años y ya soñaba con poner una farmacia». Tocó la mili. A León, la gran puñeta. Por allí desfilaba el mayor de los Becerra Gómez vestido de Kaki.
Volvemos a Sevilla. Enrique Becerra Reyes, todo un mito en la hostelería sevillana, un señor, como le definen los que le conocieron, le gustaba acercarse a comprar «el pescao» a la calle Sánchez Barcaiztegui. Aprovechaba «la tirá» para acercarse a ver a su amigo de Casa Trifón. «Se me ha quedao libre un localcito ahí enfrente». Enrique padre le vió color a la cosa y pensó que podría ser un buen sitio para el mayor de sus hijos. Le había visto que tenía «madera», aunque ni su hijo lo sabía.
Le contó la historia por teléfono. Son «36.000 pesetas» de alquiler y ya puestos le mandó el contrato para León para que su niño Enrique, el que lo bordaba en la barra del restaurante de la familia, lo firmara. Así que el estudiante de Farmacia se vió, vestido de Kaki, en vez de con bata blanca de farmacéutico, con un restaurante que regentar. Pero, como en el circo, existía el más dificil todavía. En el primer piso del local había unos de una inmobiliaria. Salieron rana, así que Trifón le dijo que ya puestos, porque el niño Becerra no se quedaba también con la primera planta…esas oportunidades no se ven todos los días, así que palante.
El alquiler pasó de 36.000 a 75.000 pesetas y Enrique se vió «bautizándose» como hostelero a los 21 años, con un restaurante de dos plantas y 12 personas de plantilla…ahí queda eso.
Enseguida se pusieron manos a la obra. De poner aquello bonito, una casa del siglo XVII, se encargó el contratista Miguel Gago, un hombre de prestigio en la ciudad y que luego añadiría a su biografía otro dato de interés…suegro de Enrique Becerra.
En lo del nombre Enrique padre dijo que lo mejor era «confiar en la marca». Por entonces no se había inventado el marketing, que es lo mismo que vender, pero dicho con más pamplinas, pero Becerra Reyes sabía de eso una «pechá»…así que el nuevo restaurante se llamaría Enrique Becerra.
Trajeron unas columnas preciosas, le dieron a aquello cierto aire como de mesón de esos acogedores y para el 1 de noviembre todo estaba listo. A Enrique padre lo de abrir el día de Los Difuntos le daba «jindoi» así que lo adelantaron a el día 31…y a su hijo le dio un consejo de sabios, de esos que no se olvidan en la vida: «Enrique, tú siempre pendiente de la puerta. Por la forma en que abra el picaporte ya tú tienes que saber como va a ser el cliente». Al tabernero rebeldemente educado jamás se le ha olvidado la frase y siempre ha estado ahí, al lado de la puerta, pendiente de todo lo que sale por la barra, pendiente de quien sube a la segunda planta, de las cuentas, de las reservas y, además, pendiente de sonreir, que eso lo lleva en la sangre.
Abrieron con la misma carta del restaurante Becerra que por entonces tenía la familia en la calle Recaredo. «Era un buen sitio. Había movimiento. Por entonces, primeros de los 70, todo el mundo, antes de irse a su casa, después de trabajar se tomaba un aperitivo antes de comer. Sacabamos dos arroces para el tapeo. Uno a la una y media y después, a las 3, el del «Banesto». Lo llamabamos así porque era el que se tomaban los de los bancos cuando terminaban de trabajar. De todos modos todo lo que ganaba era para pagar los intereses del préstamo del banco. Entonces eran del veintitantos por ciento…una locura».
El tabernero que firmó su contrato vestido de soldao fue atrevióndose a meter cambios. La cola de toro, hecha con la fórmula de su tía Resurrección, la maestra cocinera del antiguo Becerra, triunfaba entre la clientela y Enrique niño empezó a hacer «marca propia».
Le gustaba leer, pero ahora había cambiado sus lecturas, por las de libros de recetas. En su biblioteca señala que hay «cientos de volúmenes que hablan de cocina. El que más me gusta es uno de Dalí, en el que se ven mesas y platos diseñados por él.
De los primeros platos que salieron del restaurante Enrique Gamazo está una «reinterpretación», como le llamarían ahora los chefs (dícese del cocinero con unas pinzas en el bolsillo), de la merluza vasco andaluza, un plato que por entonces triunfaba en una Andalucía que miraba con admiración todo lo que venía «de comé» desde el País Vasco. Becerra transformó el guiso de merluza con un toque de espárragos, en una merluza «a La Maestranza» a la que colocó unos pimientos del piquillo para recordar a la popular plaza de toros.
Siempre ha sido de los que ha «sabido mirar». De sus viajes ha traido algunos platos. Fue de los primeros en poner «carrillá» en Sevilla y además lo hizo echándole vino dulce a la salsa…un atrevimiento, como cuando se atrevió a ponerle gambitas a unas papas aliñas, inspirado en una tapa que vió en El Puerto de Santa María, o cuando comió en Zalacaín, un restaurante de Pitiminí de Madrid un foie a la plancha, y se trajo para Sevilla una tapa poniéndole por lo alto una salsa con higos.
El joven que quería ser farmaceútico se iba ganando nombre como tabernero. Comenzó a ser conocido como el «valedor» de la cocina andaluza, como el que defendía el mojá pan como argumento gastronómico. Llegó de hablar de él hasta el New York Time que en un 1983 dijo que en su casa estaba «la mejor comida de Andalucía».
Ha representado en Sevilla en múltiples foros gastronómicos y ha llevado la tapa a citas internacionales. Recuerda cuando en la Expo del 92 cerró con su cola de toro un ciclo dedicado a la gastronomía andaluza.
Muestra orgulloso su libro de firmas, un verdadero tesoro que muestra la cantidad de personajes que han pasado por su restaurante: 14 premios Nobel, 7 presidentes de Gobierno, todos los premios Principe de Asturias y celebridades de la talla de Harrison Ford, Joan Manuel Serrat o Valéry Giscard d’Estaing, el ex presidente de la República Francesa que estuvo en la casa y probó las albóndigas de cordero de la casa, aromatizadas con un poquito de hierbabuena.
A Becerra le encatan el perfil literario que ha tenido su establecimiento. En él han parado literatos como José Saramago, al que dió el nombre de un plato de bacalao, Vargas Llosa y sobre todo una especie de tertulia que solían celebrar entre tapas y vinos los escritores Arturo Pérez Reverta, Rafael de Cozar y Juan Eslava.
Pérez Reverte llegó a citar al establecimiento en una de sus novelas y Juan Eslava le enseñó a Becerra, que se define como aprendiz de escritor, como se empezaba una novela.
Becerra ha escrito ya cinco libros, cuatro de ellos relacionados con la gastronomía y una novela. En lo gastronómico ha defendido la cocina tradicional, que a su juicio se basa en cuatro técnicas: Cocción, asado, frito, plancha y guisado. Uno de sus títulos, «La gran aventura de montar un restaurante» en el que da las claves para llevar un establecimiento hostelero está ahora más vigente que nunca.
Señala que decidió cerrar su establecimiento «porque estaba muy cansado mentalmente, además de que no estoy bien de salud. Quiero hacer otras cosas».
Enamorado de los Jereces, sobre los que también ha escrito un libro, su restaurante era de los que tenían un mejor surtido en este campo. Sus favoritos son los amontillados, pero no creo que los jereces sean vinos para una comida, sino para el aperitivo y para el postre. No es de los que nadan a corriente. Tímido, a pesar de que la profesión de hostelero le haya hecho guardarse la timidez en el bolsillo, poco amante a las fotos, ha nadado mucha veces contracorriente. Defendía el guiso en tiempos de sashimis. No concibe mayor espesante que un fuego lento y disfrutaba viendo a la escritora María Kodama mojando pan en una fuente de papas aliñás…eso si que es una imagen literaria.
A sus 63 años quiere escribir. Está preparando una nueva novela y también quiere ofrecer artículos en prensa. Sobre el futuro del restaurante Enrique Becerra señala «que estoy dispuesto a escuchar. Si hubiera una propuesta seria, de personas que quisieran ofrecer algo de calidad, sería cuestión de hablar».
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