El Clandestino, uno de los más originales restaurantes de Sevilla, pide a sus comensales que no den muchos detalles sobre el espectáculo gastronómico que viven, pero lo que ocurre en este sitio de Heliópolis tiene mucho que contar… y bueno
Cuando un sitio cuida el pan, es muy raro que te den mal de comer. Eso dice la regla número 2 de la tapatalogía. La primera dice que honrarás a los langostinos de Sanlúcar al menos una vez al año. En El Clandestino, en sus originales cenas, te cambian de tipo de pan hasta en tres ocasiones porque ejercitan con ahinco el «panidaje», eso del buen matrimonio entre un plato y el pan que se moja en él y ya advierto desde el primer párrafo que en el menú degustación de este restaurante hay unos pocos de platos de vuelta al ruedo rebañista…así que a leer, que abre el apetito.
Son las ocho y media de la noche. Estamos citados a esa hora en un chalet de la zona. La ubicación exacta del restaurante no te la comunican hasta unas horas antes, en que recibes en tu movil un mensaje con la dirección y la contraseña para que te dejen entrar en Clandestino. Solo se puede ir con reserva previa. Rafael Dorado, cocinero, 34 años y Alex Weston, jefe de sala, 43, te reciben en la puerta. «Esto es como si los comensales vinieran a nuestra casa y por eso les recibimos en la puerta». Te conducen al jardín y allí te encuentras con los demás invitados. Hay un máximo de 24 plazas. Cava en copa larga para empezar. La gente acude arreglaita, como casi de cena de gala. Los anfitriones explican que «esto es algo para relajarse, que no hay estiramientos y que lo importante es pasarlo bien». Para procurar más felicidad el propio cocinero, curtido en restaurantes de alta cocina al igual que Alex Weston, pasa una bandeja con unas bolitas bajo el título de ceviche de piña con fruta de la pasión y mango. El sabor exótico y el bocado sorprende. Advierten que no darán el menú hasta el final, para aumentar el efecto sorpresa. Solo ofrecen un menú maridado formado por una docena de platos. Se puede acompañar con vinos o con bebidas sin alcohol (si quieres verlo completo pulsa aquí).
Los dos anfitriones lucen un sencillo uniforme de casaca gris y pantalón oscuro. Nos sentamos en la mesa. El comedor, aunque no tiene chimenea, da calorcito. Quizás por los muebles antiguos que decoran la estancia o quizás por un piano que hay junto a la pared como esperando que algún invitado se atreva.
El cocinero se retira a la cocina y Alex Weston se convierte en el alma de la fiesta. Va detallando cada vino o cada combinado sin alcohol que sirven para acompañar la cena. A la mesa llega el primero de los tres panes diferentes que se probarán, los tres vienen de la panadería La Esencia de Mairena del Aljarafe. Sus buenas cualidades para rebañar quedan demostradas con la primera matrícula de honor de la noche, unas setas en escabeche y miso con las que Dorado demuestra su excelencia en el manejo del vinagre de Jerez. Lleva rebozuelos y colmenillas. La composición varía en función de las setas de temporada, pero la salsa es siempre la misma. Para acompañar un «chardonay», Entrechuelos, de Miguel Domecq, una bodega de vinos tranquilos con sede en una pedanía de Jerez.
Casi todos los vinos de la noche son andaluces. «Hay que apostar por la tierra, sobre todo cuando en la tierra hay tan buenas cosas» señala Weston. Le gusta comentar detalles con los asistentes. No es el típico somelier un pelín estirado que te encuentras en algunos locales de postín.
Nueva matrícula y nuevo manejo estratosférico del vinagre con el siguiente plato, unos gambones en tartar, con ajo blanco de anacardos (en vez de almendras que es lo habitual) y luego unos tropezones de ajo negro y de boletus. Otra característica singular del establecimiento, no predominan los crudos como está ahora muy de moda en los restaurantes de alta cocina. Dorado se confiesa como un enamorado del guisoteo y particularmente del rabo de toro de su Córdoba natal.
El cocinero sale a presentar sus platos, pregunta la impresión de lo que se va probando. Los anfitriones piden que no se den muchos detalles de lo que allí ocurre «porque queremos que se mantenga la sorpresa. Si todo el mundo sabe al detalle lo que ofrecemos perdemos mucho». Solo diré que la música también forma parte de la cosa…y ahí me quedo.
La experiencia nos es barata, cenar en El Clandestino sale a 100 euros por persona, pero el coste es similar a otros restaurantes de alta cocina, que suelen andar también por esta tarifa.
En la mesa se habla de los restaurantes de moda en Sevilla. A la mesa llega una alcachofa con yema trufada y caldo del puchero. Lo acaban de introducir en carta para aprovechar la temporada alcachofera. El punto de cocción de la verdura es de gran aplauso. La hacen a baja temperatura. Lo suyo es partir la yema de huevo y arrejuntarla con el puchero, que se presenta como en crema. Plato de amor de madre pero llevado a la alta cocina…ya van tres matrículas de honor.
Siguen en orden unas cocochas de bacalao también sumergidas en otra salsa cremosa, esta vez en una salsa afrancesada en la que se utiliza manzanilla de Sanlúcar en lo que es reforzar los aromas. La sorpresa del plato son lo que parecen unos picatostes y que son en verdad trozos de chirivia, una hortaliza poco utilizada por aquí en el sur, pero que tiene textura y sabor agradable y suave.
Para acompañar también otro vino diferente, Trasbolsa 84 de bodegas Barrero, un vino criado bajo de velo de flor, como las manzanillas, pero que no se somete al sistema de soleras y criaderas típico del Jerez, con lo que no se mezclan producciones de varias añadas.
Plato atrevido en lo que es el pescado. Es lubina de estero, en lomos limpios y en una salsa «marinera madrileña» donde se introducen unos callos, un plato típico de esta zona. La parte salada, como un homenaje del cocinero a su tierra natal es el rabo de toro, deshuesado y hecho una especie de flan que se coloca sobre una crema de coliflor, muy suave y que sustituye a las típicas patatas fritas.
Después de tanta intensidad: callos y rabo de toro, toca lo que los cocineros llama «prepostre», una especie de transición entre lo salado y lo dulce y que suele ser algo suave para «desengrasar». En esta ocasión son unas bolitas de yuca, un tubérculo muy habitual en la cocina hispanoamericana y que ahí van sumergidas en un té frio aromatizado con hierbabuena. Aquí no hay pan pero si una «Morenita» un singular cream de Jerez. La cosa termina con otra matrícula de honor, una espuma ligera y muy agradable realizada con otro tubérculo, el boniato, un habitual de la cocina de «los tiesos» y que llegó a sustituir a la patata en la Posguerra española. En esta versión de lujo del humilde se acompaña con tierra y un sorbete realizado con mandarina.
La noche se prolonga ya con el cocinero y el jefe de sala sentados en la mesa con los clientes y hablando de «lo que es comé». A los más curiosos le enseñan la cocina, que es como la de una casa, con sus fuegos de inducción y esas cosas, otra de las grande sorpresas de la noche.
…y hasta aquí puedo contar.
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